Feliz día de la muerte


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“Vengo pa’ el cementerio una vez al año y limpio las lápidas a dos soles, cuando me piden que las arregle, ahí son diez soles, pero la pinto, las pongo bonitas”, dice un niño de apenas 12 años que camina con una escalera por el cementerio de Castilla buscando clientes.

Durante el Día de los Santos Difuntos, caminé por los diversos cementerios de la ciudad de Piura sin conocer a qué estrato social pertenecían cada uno de ellos hasta que los pisé.

Al primero llegué en mitad de la algarabía de la tarde. Las señoras preparaban bolsitas con dulces de colores y angelitos para dejar en los nichos, la cumbia sonaba de fondo mientras las familias terminaban de almorzar ceviche, tomar unas chelas o degustar la carne que colgaba del expositor a pleno sol.

Los más pequeños hacían negocio con las ofrendas de los muertos, animando el mercado con ofertas en coronas, velas, ramos o servicios de limpieza y mantenimiento. “Dos por cinco soles”, gritaban mientras otros le seguían, “¡velas!, ¡velas! tres por cinco”. Muchos se detenían a comprar los obsequios de sus allegados difuntos en la puerta. Aunque, como en toda feria que se preste a ser un punto de encuentro social y cultural, también había cremolada, manzanas dulces, globos y chupetes para los más pequeños.

Este año, debido a la fuerte epidemia de dengue y teniendo tan cerca la temporada de lluvias, se han tomado medidas como entrega de agua batizada para los floreros. A su vez, hay muchas familias que cambiarán la vela por la bombilla, aunque para muchos es romper a la tradición.

El cementerio de Castilla es quizás el más desordenado. Congrega en la parte inicial las tumbas repartidas por el suelo, con la única señal de una cruz de madera clavada en la tierra. Resulta imposible no caminar sobre el reposo de multitud de cuerpos, y es que ni la muerte nos libra de evidenciar nuestra condición económica. En los costados y al fondo se encuentran los nichos, cuyo precio también varía en función de la cercanía a la puerta, aunque también hay estructuras de mármol repartidas por el centro, panteones y grandes cruces bien barnizadas.

Una vez muerto, tu espacio cuesta lo que valiste en vida

Algunas familias encienden las velas y aguardan hasta que caiga la noche, los que van con niños dicen que a esa hora llegan “los maleantes” y es peligroso quedarse en el cementerio. La señora María, agachada en la tierra con sus hijos, intenta atar unas flores a la cruz de 50 cm estropeada por el tiempo. “Mi primera hija nació muerta, por eso la segunda lleva su nombre”, susurra Andrea mientras su hija abraza la cruz de su hermana.

Los niños corretean por las lápidas, se suben a ellas, saltan: “No hagas eso, que vas a molestar al muertito”, le dice un padre a su hija. Conforme oscurecía, las señoras nos advertían que saliésemos de ese cementerio, pues éramos demasiado gringas para pasar desapercibida una noche como esa. Fuimos al de San Teodoro, que tiene otro semblante.

En la ciudad de Piura, como en otras tantas, es muy sintomático como la muerte está íntimamente ligada con la vida, y viceversa. Se podría decir que si disfrutaste de una buena casa de cemento, loseta o mármol, así será tu hogar eterno, si en cambio tu casa fue de adobe, cinc o palmo,tu tumba no pasará la revisión de un año al otro.

Muchas señoras andaban molesta por la escasez de cuidados en el cementerio de San Teodoro: “con todo lo que cobran y no son capaces de cuidarlo”, menciona una de ellas.  Algunos nichos estaban rotos o carecían de piezas en el frontal. “Quien le roba a los muertos, nunca reposa tranquilo”, menciona la señora Lidia María, molesta por la perturbación a sus seres queridos.

“Ándate al cementerio metropolitano, es el más grande. Ahí verás la particularidad de la fiesta de verdad”, dice la señora Lillí Otero mientras vela a su padre. Esa fue la siguiente parada, bien entrada la noche. Nada más poner los pies dentro, sentí como se iluminaba ante mí un campo de ánimas.

Campo de ánimas iluminadas

En la puerta se concentraba el bullicio propio de una fiesta y conforme me adentré, fui encontrando mil historias reposando bajo decenas de edificaciones que, como pabellones, se extendían  en las explanadas de tierra. En la parte trasera del cementerio, centenares de cruces se perdían en la oscuridad, la mayoría se confundían entre la basura, además de copar el lugar para las deposiciones urinarias en una noche de insomnio popular.

Primero llegan, tocan con los nudillos dos veces la tumba, llaman a su muerto y después se santiguan. A partir de ahí, comienzan a comer, rezar, cantar e incluso tomar en familia, símbolo de que al otro lado del muro hay vida que le recuerda, y que se reúne una vez al año entre música y oraciones para festejar la horizontalidad de su calma.

Las velas se mantienen prendidas durante toda la noche y no es hasta el amanecer cuando van ahogándose en la lentitud de una espera. “Los muertos vienen al cementerio a dormir, es el descanso eterno, pero hoy los despertamos para celebrar con ellos su día y que nosotros estamos vivos para recordarlos”, agrega Lillí. La noche transcurre entre conversatorios, encuentros y comida hasta que la madrugada sorprende con las primeras gotas que acontece la temporada de lluvias.

Con los primeros despuntes del sol, el cementerio va recogiendo lentamente, preparándose para un segundo día de velaciones. Los puestos de flores vuelven a perfumar la calle, los comerciantes toman café antes de continuar con las ventas, el tráfico no ha cesado en toda la noche, mientras que algunos leen el periódico frente a las lápidas.

Las bombillas continúan prendidas, la mecha de la vela aguarda a ser consumidas en su propia espera, la basura se amontona en las esquinas y los jóvenes continúan limpiando nichos a dos soles la lápida. Fuera, la ciudad ha despertado y dentro quedan los restos de una festividad que conmemora la vida frente a la quietud de un largo reposo.

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 Publicado en la contraportada del periódico El Tiempo de Piura el 3 de noviembre de 2015

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