La inocencia del pueblo cae en desdicha en el momento que todos, cómplices de un mismo crimen, asumen el silencio como dogma previamente estudiado y repetido del sistema.
El periodismo está en peligro y no es algo nuevo, ni casual. Es fruto de una incesante lucha por parte del poder para acaparar y controlar a la opinión pública, a la masa efervescente de individuos que diariamente se exponen como niños débiles y manipulables, a la barbarie social y al espectáculo mediático.
Esta subversiva guerra de palabras mal dichas y construcciones mal hechas, que ya empezó hace mucho y que mienten y engañan a la sociedad, unido a las elocuentes campañas propagandísticas y publicitaria que adoctrinan a los fieles y corrompen la verdadera esencia de los juicios críticos, ha convertido el panorama periodístico en un circo espeluznante y la libertad de opinión en pura burla de unos resquicios idealizados.
La inocencia del pueblo cae en desdicha en el momento que todos, cómplices de un mismo crimen, asumen el silencio como dogma previamente estudiado y repetido del sistema.
La ceguera popular, ante la indiscriminada caza de brujas que se torna sobre los miles de atrevidos y honestos conocedores de sus derechos, embriaga la sangre de los héroes que caen vencidos por la presión de intereses políticos y la pasividad de unos fieles que se mantienen con la atención en otros asuntos más irrisorios o banales.
Ya a finales del siglo XIX el caso Dreyfus demostró la irracionalidad de las masas y de la sociedad influida por el odio que los medios de comunicación y el poder sobre estos ejercieron. En pleno siglo XXI es igual o peor.
Los recientes casos de atentado contra la libertad de expresión, incluyendo las vidas de quienes la asumen, y la pervertida persecución, en ocasiones judicial, contra todo el que saca a relucir la verdad en un ejercicio de derecho democrático dentro del supuesto Estado de Derecho- valga la redundancia-, es otro ejemplo más de ese retorno a la impasibilidad y paradoja del ser humano y una ejemplificación clara de que ni aprendimos, ni aprenderemos.
En medio del festejo o celebridad errónea sobre unos avances en el reclamo y uso la palabra para exponer y denunciar a la sociedad, se pone en tela de juicio eso que desde el inicio de la civilización preocupa tanto: la libertad de opinión y expresión.
Jesucristo fue condenado al predicar con ese derecho, y su discurso, alarmante e incómodo para el poder, fue tergiversado a lo largo de la historia como un elemento de represión. En otras culturas, la sumisión del discurso predilecto y establecido llega hasta unos límites insospechados.
Las condenas, persecuciones y crímenes, contra todos aquellos críticos y justicieros del sistema que predican con sus principios e ideales ejerciendo gratas influencias en el despertar colectivo, se tornan innumerable cuanto menos injusto.
Se puede silenciar la palabra, callar a los más molestos y alborotadores, coartar las libertades, incluso echar a los leones a los culpables, a los agitadores de conciencias, pero la libertad de opinión radica en el pensamiento propio y eso es algo inalienable, moral y ético que prevalecerá ante cualquier ser humano que se haga llamar como tal. El silencio es la enfermedad de los cobardes y la pasividad la ceguera de los ignorantes.
Un día, un joven preguntó por un señor que había fallecido de forma inesperada a los pies de su cama:
– ¿De qué murió?
El anciano que lo contemplaba desde la distancia contestó:
– Se asfixió con las palabras que nunca dijo.
Publicado el 4 de mayo de 2013 en: Lachachara.co
Una década después de que se aprobara el Día Mundial de la Libertad de la Prensa: (3 de mayo de 1993 por la Unesco)