Ilustración: Turcios
Texto: Paula Romero
Colombia es un país marcado por el conflicto armado. Las divisiones dentro del territorio siempre han estado vigentes, y las rupturas bipolares han dado lugar a una lucha que no cesa. La violencia se ha asumido como el sedante diario de una población sumergida en el conflicto armado, y las noticias, candente de mensajes sensacionalistas, propician ese narcótico generalizado que engendran el alimento bélico de las generaciones venideras.
Ya con la llegada de los españoles al territorio latinoamericano, comenzó a producirse una inminente violación de derechos que ha estado presente en todos los momentos posteriores de la historia. El pretexto traído de la Revolución Francesa y su ideal: “Libertad, fraternidad e igualdad” sembró la semilla de la violencia en una sociedad que era naturalmente libre. Con la religión como telón de fondo, surgen las primeras imposiciones y persecuciones colonas sobre los nativos, además de la expropiación de la tierra, violación de indígenas o divisiones causadas por el mestizaje, dentro de una sociedad abocada a las transformaciones de los intereses imperialistas.
Desde entonces, doscientos años después del grito de libertad, el país sigue anclado en los avatares del colonialismo e inmerso en una violencia latente en todos los estamentos de la sociedad. Después de la Nueva Granada, las divisiones internas se hicieron aún más manifiestas entre el centralismo y el federalismo, con las figuras visibles de Antonio Nariño y Camilo Torres. Pero lo que pretendía ser la unión de un país orgulloso de su independencia, acabó convirtiéndose en una pugna sanguinaria y sin fundamentos coherentes que dio lugar al posterior y ya anquilosado liberalismo y conservadurismo. Todo ello, enmarcado dentro de las incesantes guerras civiles que han contribuido a gestar un paradigma construido sobre la fuerza armada, que apostaron a crear el imaginario colectivo de un contexto bélico como escenario social.
Tras el asesinato del presidenciable liberal Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, y los disturbios que este hecho ocasionó en Bogotá –conocido como “el Bogotazo” -, se extendió el periodo de La Violencia por todo el país. Colombia bañó de sangre sus campos, se produjeron asaltos y los campesinos se vieron forzados al desplazamiento hacia las ciudades. Este choque de realidades para quienes tenían en la tierra su raíz tradicional de vida, generó a mediados del siglo XX el surgimiento de grupos armados insurgentes. El primero fue las FARC que, luego de 50 años de lucha, es considerado el ejército irregular más antiguo en vigencia.
Después del fraude electoral, con el general Gustavo Rojas Pinilla a las elecciones a la Presidencia de Colombia, el 19 de abril de 1970, nace el M19, un movimiento armado que surge como respuesta a los abusos de poder que se estaban dando en el país. El M19, junto al ELN – surgido en 1964 -, asumió la legitimidad de la lucha armada en Colombia con discursos socialistas que se alineaban a la tendencia mundial de corte marxista-leninista, y que pretendía acabar con las desigualdades sociales y las injusticias territoriales.
Bajo esos mismos rótulos izquierdistas y siguiendo el comunismo que imperaba en Oriente, las FARC, por su parte, abogaron por la lucha armada como brazo de acción para expropiar a los terratenientes que esclavizaban, como se venía haciendo en la historia, a los trabajadores y servidores de las tierras.
Como respuesta, el gobierno lanzó una permanente ofensiva militar que no impidió el crecimiento de las guerrillas. En la década de los setenta, surge el paramilitarismo, orientado bajo la extrema derecha y conformado por los dueños y señores de la tierra ávidos de proteger sus riquezas. Este fenómeno se extendió por todo el país generando una estremecedora ola de violencia.
En las últimas dos décadas del siglo XX y hasta la actualidad, esta guerra sufrió una drástica transformación por causa de una variable que cubrió todas las esferas de la sociedad colombiana: el narcotráfico. Por causa del tráfico de drogas se extremó en el país el uso de las armas en defensa de territorios claves, así como la corrupción se alimentó de una economía sumergida que involucró a los actores políticos en una guerra irregular para saciar sus propios intereses.
Desde entonces, el narcotráfico, la corrupción, el vicio y la violencia, junto con los crímenes de lesa humanidad y la impunidad judicial del Estado ante las irregularidades, serán las premisas que arrastrará Colombia en el naciente nuevo siglo. Mientras el país se alinea con las feroces y exigentes doctrinas neoliberales de la imperante globalización, sigue chocando de lleno con el lastre arcaico y anacrónico del primitivismo colonial, aún latente en las industrias multinacionales que llegan con sus prácticas monopólicas y devastadoras de la producción local, así como con su apetito insaciable por los recursos energéticos que acentúan la inequidad territorial y social que ya poseía Colombia.
Para la sociedad actual, es fundamental la integración de la historia dentro de la educación generacional. Su comprensión y conocimiento facilitan una mayor integración de los que la componen, e incita a su análisis crítico. Así, la memoria histórica ha de estar presente en el desarrollo de los procesos actuales que vive Colombia, para que su acontecer prevalezca sobre cualquier postura y cobre mayor peso argumental.
Sin embargo, las documentaciones históricas a menudo están manipuladas al discurso de turno. No solo los medios de comunicación están politizados, sino que hoy en día cualquier recursos historiográfico está condicionados a los intereses socio-políticos del momento. Incluso, es muy difícil que los sucesos archivados ofrezcan una visión objetiva e imparcial de los acontecimientos, ya que cada investigador enfocará su estudio bajo su propio punto de vista. Por eso, es vital la variedad de fuentes y de recursos para ampliar los conocimientos sobre un determinado tema.
La guerrilla en Colombia puede verse desde diferentes prismas según el punto de mira. Así, los Mass Media son los primeros suministradores de información que recibe, no solo el mayor porcentaje del país, sino del mundo. Pero la imagen que ofrecen, muy lejos queda de lo que realmente dicta la realidad. La periodicidad con la que se emiten mensajes bélicos y pesimistas es propicia para configurar un imaginario colectivo que no solo cree hábitos o pautas de conductas y consumo dentro del país, sino que genere estereotipos de cara al exterior.
El discurso predilecto, cebado de terror y violencia, no solo contribuye a engendrar miedo en la ciudadanía, sino que alimenta con más terror los diversos escenarios de la sociedad. Como ya avecinaba Hobbes en su Estado de Seguridad , los mensajes lanzados desde el poder (el Estado) con el fin último de engendrar miedo, trae como consecuencia una mayor protección estatal y por consiguiente, una reducción de libertades. A su vez, nutrir a la población de argumentos bélicos, generará acciones bélicas que, luego, manchen –en términos institucionales- la cara internacional del país.
Los Medios también contribuyen a generar la pasividad y conformismo social en cuanto a los sucesos; a asumirlos como una forma de vida, y a forjar la impunidad colectiva que posteriormente asumirá el gobierno. Los discursos mediáticos ayudan a crear esos imaginarios que clasifican y dividen a la ciudadanía en estratos socio-económicos y los condenan a luchar –dentro de la ley o derecho natural, como ya mencionaba Aristóteles o Rousseau- por la supervivencia dentro de la escala jerárquica de poder. Así, un sistema que asfixia, manipula, roba y divide a la población, es un sistema podrido por dentro y, por consiguiente, un sistema agonizante.
Basado en este análisis, definir la paz en Colombia resulta una tarea difícil por el cruce de imaginarios que hay en su sociedad. Al mismo tiempo, se oyen los discursos del gobierno, de las guerrillas, de los militares, de las diversas vertientes políticas o del Congreso, de la sociedad civil o de los medios de comunicación que hacen eco mediático a cada uno según a los intereses coyunturales a los que responda.
Es difícil a su vez, definir qué es la paz en su totalidad, ya que para cada individuo o situación poseerá una definición diferente. Colombia lleva años oyendo hablar de paz, pero la paz solo se escucha desde las mesas, las negociaciones y bajo pretextos institucionales. Se ha producido una brecha terminológica dentro del propio significado. La paz no está siendo asumida como un cese al fuego por ambas partes, ni como un proceso que se interiorice o camine de la mano con la sociedad.
Los actuales acuerdos de paz, encaminado por el presidentes Santos, muy lejos queda de lo que el país espera. Estos deben responder al interés general de la nación y superar los resquicios patrióticos que fragmentan y tergiversan los principios sociales básicos.
En las últimas encuestas reveladas en la revista Semana, las esperanzas de paz entre el mes de septiembre y octubre han caído veinte puntos. Tras los acuerdos fallidos de paz iniciados hace treinta años por el ex presidente Betancur y, posteriormente, Pastrana, los iniciados ya en la Habana se encuentran en peligrosa credibilidad.
Sin embargo, los tiempos han cambiado y desde que cayó el muro de Berlín y terminó la Guerra Fría, los acuerdos bilaterales e internacionales han propiciado, a través de diversos y plurales organismos, la paz en países como Oriente Medio o África. Es por eso que las esperanzas aún están sobre la mesa, aunque el contexto para hablar de paz en Colombia no es el mismo que en Palestina o Israel, por ejemplo. A su vez, las políticas de paz caen a menudo en desacuerdos o en el incumplimiento de contrato cuando no se llega a un razonamiento por ambas partes de cómo construir el término de paz para ellos y para con su país.
La educación es también un hecho relevante a la hora de hablar de paz. Toda conducta que arraigue en sí mismo el término, promoverá el cambio, y el cambio se basa en la educación como generador de conciencia. Si el Estado, como institución responsable, -al que le doblegamos nuestros derechos naturales a cambio de la protección y reconocimiento social (Locke)-, no promueve ese cambio educacional, el sistema estará abocado al fracaso. El Estado a su vez, debe dar el ejemplo para que desde las comunidades, a instancia particular, se pueda estimular un desarrollo competente de ascendencia hacia lo general y construya el soporte estable de una sociedad y nación comprometida por unos intereses generales (John Stuart Mill).
Max Weber definió el Estado como “una organización respaldada por el denominado monopolio de la violencia legítima, integrado por organismos poderosos como las fuerzas armadas, la policía y los tribunales que se encarga, entre otras cosas, de garantizar las funciones y obligaciones de gobierno”.
El Estado en la actualidad se otorga como un ente regulador de poder que actúa como conexión orgánica entre el régimen (norma) y sistema (poder) – según Luis Aguilar Villanueva, Welfore State-. Desde la Constitución de 1991, se proclamó en Colombia la configuración de un Estado Social de Derecho aparentemente democrático. Sin embargo, sus prácticas dejan en entredicho todo ideal de Estado al exponerse a los vaivenes del mercado y sumirse en el competente y destructivo Estado de Bienestar.
La esperanza en la seguridad para el progreso que trajo consigo el liberalismo fue muy materialista y la que adquirió durante siglo las estructuras estatales en el seno de un sistema interestatal fue retrotrayéndose debido a su rol opresor y desconfiable. Por ello, la oposición ha ejercido un potencial emancipatorio a través de actos violentos confundidos o relacionados a menudo con la revolución. Sin embargo, “la verdad del levantamiento parece quedar presa del discurso político de la Revolución” (Sebastián Alejandro González-Montero, ensayo ¿Cómo cambiar el mundo?) y es un error que ha acompañado desde siempre a la Vieja Izquierda (Immanuel Wallesrstein).
Construir la Paz, en términos de guerra y dentro del contexto global en el que estamos, debe plantearse desde el problema del cambio social; centrándose en que el imperativo político básico de que las luchas no deben ser únicamente demandas personales (aumentos de salarios, acceso a bienes y servicios, etc.) sino que deben surgir dentro del reino de la acción sobre el mundo y las creencias en algo mejor.
El problema es que la realidad se estabiliza y transforma a petición de necesidades o beneficios y esa pluralidad de situaciones recaen en la dominación general de las voluntades. El individuo no puede generar un ideal de sociedad particular sino que debe adaptarse a los cambios materiales del entorno. “La Revolución no estará en quien soy, sino en quien puedo ser”.
El cambio social, extrapolado colectivamente a los movimientos sociales, manifestaciones y protestas, incluso, a través de grupos guerrilleros, armados y subversivos, comienza por el cambio personal para generar una Nueva Izquierda opositora. El levantamiento o despertar social se expresa con la “condición de libertad”, pero el precio es sacrificar lo que ya se tiene – acabando con el miedo generalizado que induce al conformismo o al uso de las tradicionales acciones violentas-. La gente necesita desprenderse del Capital y reactivar la participación política de los escenarios públicos institucionalizando la potencia transformadora, con reserva de los procesos de legitimación política del Estado, para no caer los desusos utópicos ni en las limitaciones de inclusión democrática.
Para contribuir a la Paz, se debe conquistar en el terreno de lo real y buscar lo nuevo de ello, obviar los conversatorios arcaicos y vislumbrar alternativas comunes que reconozcan a cada individuo como ciudadano activo y participativo del mundo.
Análisis presentado en la Universidad Autónoma del Caribe sobre las conversaciones de paz de la guerrilla colombiana en Cuba.
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